De «Lo irrisorio y adyacencias»

R. Revagliatti

Escritoras argentinas responden una misma pregunta. PARTE 2

“¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?”

MARTA BRAIER

Al promediar la década del 70, en ocasión del cincuentenario del fallecimiento de Ricardo Güiraldes, el director del Suplemento Cultural del diario Clarín de esa época, Fernando Alonso, me encomendó una llamada telefónica a Borges, para que nuestro venerado escritor homenajeara con alguna anécdota o recuerdo al autor de “Don Segundo Sombra”. Yo trabajaba en reseñas literarias para el Suplemento y acepté con entusiasmo el encargo honorífico. 

Debía llamar a Borges a las 17.00 horas en punto a su casa y llevar al día siguiente una breve nota.  El caso es que yo, con el número de teléfono que me habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina telefónica del Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo a la vuelta del edificio donde yo vivía, por la calle Paraguay. No tenía teléfono de línea (y no era fácil conseguirlo).

Cuando el ama de llaves que me atendió me pasó con Borges, atiné a escribir como pude su relato, conmocionada por esa voz pausada y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la cabina, mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba aguardando su turno para el uso del teléfono.

Presa de un nerviosismo in crescendo, y viendo con preocupación que la fila crecía, agradecí tímidamente a Borges su colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca de amparo. Era mucho para una jovencita tucumana recién llegada a Buenos Aires recibida de Profesora en Letras. ¿Quién me iba a creer?

Cuando llevé la anécdota al diario, escrita con fidelidad absoluta a las palabras del célebre autor de “El Aleph”, me enteré de que Borges ya la había contado varias veces y que se había publicado. En realidad, lo que destacaba, con énfasis, era que Güiraldes se había olvidado una noche la guitarra en su casa.

Yo tardé en recibir el teléfono de línea y no he olvidado esa voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo con versos borgianos: “Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde”.

¿Existirá aún esa cabina? 

Betriz Arias

BEATRIZ ARIAS

Cuando mi hijo mayor, Esteban, se salvó de hacer el servicio militar en 1991, resolvimos festejarlo. Nadie de la familia lo había hecho por uno u otro motivo. 

Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir con dulces y sidra bien fría para el brindis.

Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de mediana estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean que se acercó al dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una pistola en las costillas. Todos se quedaron mudos y quietos a la orden del desconocido. Menos yo.  

Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y comenté por qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual que Daniel. Yo le pregunté por qué lo hacían y me contestó: “Es un asalto”. 

Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar. Lentamente fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el ladrón se fue. Recogimos los comestibles y volvimos a casa.

Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos cobró todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.

SUSANA SZWARC

Con los títulos de los libros me pasaron ciertas situaciones irrisorias. Por ejemplo, llevé a fotocopiar cuando aún no estaba impreso, poemas de “El ojo de Celán”. Y quien fotocopiaba me preguntó si todo el libro que estaba escribiendo transcurría en Ceilán, si había estado allí. No quise incomodar y dije que sí, que estuve allí. No pude evitarlo y agregué que es un lugar al que voy muy seguido.

Zulema de Artola

ZULEMA DE ARTOLA

Cuento el ridículo más reciente. Me disponía a enviarle un mensaje por wasap al nuevo administrador (al que sólo conozco por su fotografía allí) del edificio en el que vivo. Algo toqué inadvertidamente y en lugar del mensaje le llegó un sticker: corazones, florcitas, zapatos de mujer, etc. Claro está, luego le envié otro mensaje, reconociendo mi error (hasta ahora, no recibí respuesta).

LAURA SZWARC

Me han sucedido situaciones irrisorias con el heterónimo An Lu con el que firmo mi poesía.
Por ejemplo, me hablan de An Lu y hasta relatos disparatados sobre ella, desconociendo que se trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada vez los mismos?  Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.

Ana Guillot

ANA GUILLOT

La que me viene a la memoria tiene que ver con mi primer libro. Ya recibida en la carrera de Letras, ya profesora secundaria y universitaria, me propongo abrir un taller literario. Al poco tiempo veo un anuncio de la querida Gloria Pampillo ofreciendo un taller de verano para aprender a coordinar. Y hacia allá fui. La primera sorpresa fue que muy seria nos dijo: – Nadie puede coordinar un taller de escritura si no escribe también-. Y ahí nos tuvo: todo el verano escribiendo diferentes consignas y, por lo tanto, aprendiendo la técnica. También lecturas, etc. Fue una gran experiencia, pero yo no había ido para escribir. Siento que la carrera inhibe. Es algo así como: ¿qué puedo llegar a escribir yo después de haber leído a semejantes maestros?
Sin embargo, escribí. Y ella comenzó a entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me pasó el número de teléfono del inefable editor José Luis Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos WhatsApp. Nada existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito, charla, entrega del manuscrito. -Te llamo en unos días- dice. -Dale- respondo muerta de nervios. Y así seguí… por más de un mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro, ¿cómo le iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo: -Nena, menos mal que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez dejame, aunque sea un dato. No pusiste ni teléfono ni dirección ni nada… En fin: auto-boicot… o las hermanastras de Cenicienta (que, obviamente viven también en mi interior) confabulándose en mi contra. Así nació “Curva de mujer” y acá estamos.

ÁNGELA GENTILE

Preguntás si podría contar alguna situación irrisoria y pensando en alguien de la literatura, me surgió lo que me pasó con Umberto Eco.

Viajé desde la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el Instituto de Cultura Itálica, cuya vicedirectora en aquel momento era Haydée Bencini, directora del programa “Caffé Ristretto”, que se emitía por Radio Universidad y de la Revista “Dall´Italia 2000”. Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás del escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que permanecí en silencio absoluto hasta que finalizó y le pude formular algunas preguntas. Todos querían hablar con él, por supuesto. Pero me había olvidado de activar el grabador, donde debía registrar su saludo para radio Universidad de La Plata. Entonces lo seguí llamando: -Maestro, maestro, mi scusa! Se da vuelta y me dice: -Un´altra volta Lei! -se ríe y me invita con un gesto a acercarme. Le expliqué que me había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo realiza muy bien predispuesto. Luego me autografía “Opera aperta”, me escribe su dirección postal (porque le había comentado sobre una adaptación que había efectuado sobre “Le lenti di fra Guglielmo” para usarlo en mis clases) y me dice: –Mi scriva! voglio leggerlo! Y un 21 de enero me envió una carta con la respuesta.

NORMA ETCHEVERRY

En un número del año 2010, de “Facundo”, aquélla buena revista dirigida por escritores de Rosario, salió un dossier titulado “La Plata de los poetas”. No tenía que ver con el dinero, claro, sino con los poetas de nuestra ciudad capital, La Plata. El dossier incluía sendas entrevistas a Néstor Mux, a César Cantoni, y a Gustavo Caso Rosendi, y se plasmó en casa de éste último a instancias de Sebastián Riestra. Recuerdo que esa noche fui invitada pero no pude ir, y ellos, generosos, me incluyeron a su manera: en un apartado titulado “La hermandad de la uva” se mencionaba que algunos poetas platenses se juntaban para compartir libros, lecturas, y también botellas de vino tinto. Y en esas líneas dejaban sentado que la tertulia no era exclusivamente masculina, sino que solía acompañarlos la que suscribe. Recuerdo que me agradó esa forma tan particular de tenerme en cuenta, casi de igual a igual si lo medía con la vara de género, aunque consciente de que el mérito me acercaba peligrosamente al borde de una condición etílica no tan feliz, pero exquisitamente valorada si tenemos en cuenta aquél dicho que le adjudican a Horacio: “No sobrevivirán los versos escritos por bebedores de agua”. Aún guardaba en mi memoria otra anécdota que también tiene su origen en el vino, pero ocurrida muchos años antes. En aquélla ocasión fue Néstor Mux quien me había invitado a casa de José María Pallaoro, a quien yo no conocía, “a comer unas empanadas y hablar de poesía” -me dijo-, por lo cual, me pareció atinado llegar con un presente y qué mejor que una botella de vino. Confieso que entonces no sabía de vinos y compré de pasada una marca que me avergüenza nombrar. Cuando entré a la casa lo primero que vi fue una bodeguita preciosa con un montón de botellas de buen nombre, empezando por el modesto y noble López, que suele revocar más de una cuenta. Luego, me pregunté qué pensaría el dueño de casa de mí, y sólo había dos opciones: o yo no sabía nada de vinos o era muy borracha… no sé qué era mejor. Pero, habiendo pasado los años y también los ríos de tinta y los de vino, ese gesto de los “varones de la poesía” en la revista “Facundo” resultó para mí como cancelar una deuda íntima, puesto que esa amable inclusión saldaba mi ignorancia y me restituía la magia de que el vino es parte de la poesía, como ya sabrían los griegos y particularmente Horacio.

MARÍA PAULA MONES RUIZ

Fue hace muchos años… Me dirigía a un encuentro literario en una tarde de lluvia intensa. El taxista, al llegar a la dirección indicada, me pregunta: 

– ¿Está segura de que es aquí, señora?

– Sí, señor. Es un encuentro literario. 

– ¿Qué? ¿Encuentro literario? Espere, deje que yo averiguo, no baje, así no se moja.

El taxista asomó su cabeza por la puerta del bar, miró muy bien hacia adentro y volvió diciéndome:

– No, señora, aquí no es. Aquí hay toda “gente normal”.

Le pagué, bajé y le dije con una sonrisa: 

– Es aquí.

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