Queda feo decirlo. Pero la verdad es que el proyecto que encarna Sergio Massa no es radicalmente distinto a lo que dice su principal oponente, Martín Insaurralde. Quizás, un poco más tirado a la derecha.

Por Lucas Carrasco.

Pero, en tanto, los políticos en campaña dicen cualquier cosa (¿acaso Cristina anunció la estatización de YPF o el acuerdo con Chevron o el cepo al dólar o la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central en campaña?) y es, apenas, una aburrida elección para renovar la mitad de los diputados y un tercio de los senadores, la concentración de fuerzas y energías oficialistas en la batalla electoral de la provincia de Buenos Aires le da, por ahora, entidad física, digamos, o entidad a secas, a los dichos presidenciales reiterados de que no buscará una nueva reelección, la que sólo será posible desde una reforma constitucional.

En esta columna ya hemos anticipado nuestra opinión personal a favor de modificar la Constitución. Que incluya la reelección. Sin que necesariamente, en mi caso por lo menos, me muestre, con el agua que corrió bajo el puente y sobre La Plata, por ejemplo, con ganas de votar a los principales poderes ejecutivos para su reelección. Es decir, desatar esa necesaria, a mi entender, reforma de la Constitución nacida bajo el Pacto de Olivos, en un país que va dejando atrás el socialmente doloroso modelo neoliberal.

Bien, la principal y sobreactuada propuesta de Massa es el no a la reelección. Que incluye, hay que deducir, un no a la reforma constitucional. Motivado por excesos de tácticas electorales.

Para tal eventual y ya lejana reforma es necesario contar con dos tercios de ambas Cámaras, y el ámbito más difícil, para el oficialismo, es el Senado. La provincia de Buenos Aires, donde el FpV concentra sus fuerzas y nervios, no elige senadores.

Este es, entonces, el cuadro de relaciones de fuerzas real sobre el que se mueve la discusión política.
Pero, en tanto, ya no sólo Massa sino el grueso de la dirigencia y partidos se muestran a favor de las principales políticas sociales y económicas del gobierno (por supuesto, con matices), hay que hablar de un amplio y poco rescatado triunfo cultural del kirchnerismo. Que enmarcó, en un conjunto de horizontes a grandes rasgos progresistas, la discusión electoral.

Es legítimo que el kirchnerismo ortodoxo no dé esto por saldado y “chucee” con la posibilidad de un triunfo de “la derecha”, en tanto sus principales contendientes, son partidos provinciales ubicados, en general y a grandes rasgos, a su derecha. Pero ningún análisis político puede tomar muy en serio los dichos de campaña electoral de ningún partido político en ningún momento histórico: siempre hay exageraciones. Porque a los políticos les encanta exagerar. Y dramatizar.

Sin embargo, en esta campaña electoral, por lo menos en sus dichos públicos, no hay más que un amplio triunfo cultural del kirchnerismo o, para decirlo con más propiedad, del campo nacional y popular.

Esto se manifiesta en la marginalidad creciente de quienes salieron a la palestra sincerando intereses: un cuadro del Partido Clarín en la UCR de Río Negro, un antiestatista prelectoescritura como Alfredo De Angelis en Entre Ríos, que todo indica quedará tercero (la última medición de la Consultora Claves, del licenciado Remedi, da a los radicales segundos, muy por debajo de la lista de Cristina y Urribarri) o el caso del hasta ayer kirchnerista y hoy massista silenciado (y por eso silenciado) ex presidente de la Unión Industrial, el desocupado Ignacio de Mendiguren. Qué fábricas no tiene. Industriales, menos. Pero tiene sí un entusiasmo con cara ingenua para pedir una devaluación del dólar. Son sectores marginales en lo electoral, pero poderosos en lo económico, que conviene esconder en momentos electorales.

¿Da lo mismo, entonces, votar cualquier cosa? Por supuesto que no.

Estamos, por ejemplo, en medio de turbulencias financieras mundiales, en el marco de un clima rarísimo para los legisladores (la brisa cálida y progresista que amplía derechos civiles y el huracán Francisco que exime de metáforas), la sensación de que los jueces son tímidos para aplicar la ley a los poderosos y la cerrada defensa corporativa a democratizar la justicia, el viejo asunto de la correspondencia entre lo que los políticos prometen y lo que efectivamente hacen y así, sucesivamente.

El ciudadano promedio tiene, en estas elecciones, que hacer un esfuerzo de comprensión política más complejo, menos dramático pero más complejo que en otras ocasiones. Pero como contracara, en el marco de una estabilidad política, social y económica prácticamente inédita en los inéditos 30 años de democracia.

No es un desafío fácil. A la vez que es un alivio.

Fuente: Diario Crónica

(La Nota digital)

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