Selva Almada, autora de “El viento que arrasa” y revelación en el Salón de París, reúne en un próximo libro tres historias de femicidios no esclarecidos.
por Maximiliano Monti
Nombres encadenados a nombres vinculados a escenas del crimen reunidos en carpetas caratuladas. Las vidas, una vez extintas, abren un sinfín de posibilidades. Continúan su destino de expedientes en manos ajenas que buscan interpretar, desde el silencio de los cuerpos, el arma, el móvil, el o los culpables. El tiempo es el gran enemigo pues borra, a su paso, las señales mudas. Si no hay cuerpo, los relojes acostumbran a ser despiadados con las familias: 26 años de espera son 9.490 noches de insomnio.
Desaparecer fue el error de Sara, aunque ni Andrea ni María Luisa, de cuerpos presentes, tuvieron mejor fortuna. Desde el día en que empezaron sus historias policiales, las respectivas investigaciones examinaron hipótesis, siguieron pistas, adivinaron sospechosos, enterraron y desenterraron las causas penales hasta que finalmente, una a una, prescribieron. Las familias pedían justicia, la policía prometía justicia, la fiscalía garantizaba todos los esfuerzos para hacer justicia. “Yo quiero saber la verdad”, dice la mamá de Sara en un presente improbable.
María Luisa Quevedo fue encontrada en 1983 violada y asesinada en una zanja de Sáenz Pena, en el Chaco; Andrea Dannee fue descubierta en 1986 muerta con una puñalada en el corazón en su casa de Sergio Gao, en Entre Ríos; y Sara Agustina Mundín desapareció en un auto en Villa María, Córdoba, en marzo de 1988, apareció en diciembre del mismo año convertida en una pila de huesos y volvió a desaparecer en 2002 luego de que un análisis de ADN la desconectara de las piezas óseas aparecidas en el río Ctalamochita. Nadie preso.
Cuando Selva Almada era niña, ocurrió un crimen que la acercó, por vez primera, al temperamento de la muerte. Una joven que vivía en una localidad a 20 kilómetros de su pueblo había sido asesinada mientras dormía en su cama una noche de tormenta. Fue un caso comentado entre vecinos acostumbrados a la rutina del campo y sus rumores viajaron a oídos de Almada. A tal punto el episodio la había impresionado –“Como algo que tenía latente y sobre lo que volvía de vez en cuando”– que lo agregó, ya consumada en escritora, a un libro de cuentos autobiográficos llamado “Una chica de provincia”.
Luego la casualidad la acercó a su segunda protagonista. De visita en el Chaco, Almada vio en el diario Norte, el matutino de la provincia, un artículo que decía “A 25 años del asesinato de María Luisa Quevedo”. Era también un caso en el que habían asesinado a una adolescente en la década del 80 y pensó, déjà vu mediante, que podía entonces hacer algo serio con las historias. Más tarde, cuando encontró a la tercera, decidió reunir los casos en un proyecto y pidió una beca para investigación al Fondo Nacional de las Artes.
HDC: ¿Qué coincidencias había entre los casos?
Selva Almada: Estaba presente la década, el escenario del pueblo chico, la adolescente asesinada y el estado de impunidad. Tenía dos casos y pensé que, si encontraba un tercero, podía armar un libro. Después de varias escalas, encontré el caso de Sara Mundín, en Villa María, y me puse al tanto.
HDC: ¿Por qué los tres en tiempos remotos y en comunidades pequeñas?
S.A.: Por las características del caso de Andrea. Ella fue asesinada en el 86. Después fue el caso de María Soledad en Catamarca y generó un movimiento inesperado. Siempre me quedé pensando qué habría pasado si, con la muerte de Andrea, la comunidad hubiera reaccionado como hizo la de Catamarca. La pregunta volvía cada vez con más fuerza. Ninguno de los casos que elegí trascendió como el de María Soledad, así que también están unidos desde el anonimato.
HDC: ¿Encontraste novedades durante tu investigación?
S.A.: No tuve revelaciones. En general, las entrevistas que hice fueron a familiares y amigos de las víctimas. Sus relatos estaban muy teñidos del vínculo que los unió y el rencor por la impunidad. A veces me servía más leer los expedientes y cotejarlos con lo que me contaban. No encontré pistas que pudieran cambiar los procesos legales pero sí encontré dudas sobre los sospechosos. Pensé, por ejemplo, en las probabilidades de que tal persona fuera sospechosa más por la insistencia de un familiar o amigo de la víctima que por mérito propio. Fueron dudas que abrieron preguntas.
HDC: ¿Qué opinás del rol de la policía?
S.A.: En los tres casos estuvo muy cuestionada. En el caso de María Luisa, el juez lo agarró como a los seis meses, es decir ya empezado, alrededor del que se había construido toda una telenovela a través de los diarios y los falsos testigos. Aunque yo desconfiaba mucho del trabajo policial y judicial, cuando vi cómo trabajaban en la época y los pocos elementos con que contaban tuve que ablandar mi mirada.
HDC: ¿Cómo reaccionaron las comunidades?
S.A.: Estos casos singulares aparecieron de golpe y cayeron como bombas en estas ciudades chicas que estaban muy poco acostumbradas a tales sobresaltos. En ese momento todo era muy precario. En el caso del Chaco, por ejemplo, al cuerpo de María Luisa lo encontraron el mismo día en que Alfonsín asume la presidencia. Salíamos de la Dictadura y todo era todavía turbio y pantanoso. A la falta de herramientas se sumaba la indiferencia de la gente. Eran épocas en que la desprolijidad era parte de la tarea.
HDC: ¿Qué impresión te dio la década de 1980 en relación a la violencia contra la mujer?
S.A.: Entonces era un tema marginal. Hace muy poco que hablamos de conceptos como femicidio y abandonamos la idea de crimen pasional. Estos casos que ocurrieron hacen 30 años llegan, quizá, para reforzar la idea de que la violencia de género existió siempre y que siempre hubo una mirada indiferente. Es importante que hoy estos episodios tengan un nombre. Que recién ahora estos temas históricos sean reconocidos es un síntoma de la sociedad patriarcal.
HDC: ¿Cuál es hoy la situación del femicidio en Argentina?
S.A.: Hay desde hace unos años un Observatorio de Femicidios. Es un organismo muy impresionante que permite seguir a diario los datos que recogen periódicos de todo el país. Figuran los nombres de las víctimas, las ciudades y las circunstancias. También hay hoy en Argentina leyes específicas que penan más duramente a los que cometen femicidio, números de emergencia para prevenir casos de violencia contra la mujer e instituciones de contención. Hay una participación abierta desde el Estado.
HDC: ¿Qué aporte puede hacer tu libro?
S.A.: No es un ensayo. Mi única pretensión es conservar la memoria de estas chicas. Evitar que sobre la impunidad sumen el olvido. Que por lo menos quede registro de sus muertes violentas y absurdas y también de cómo eran cuando vivían antes de convertirse en casos policiales. Cuáles eran sus deseos, sus ilusiones, sus sueños.
HDC: ¿Por qué insistir con algo que ocurrió hace tanto tiempo?
S.A.: Por una obsesión personal. Me impactó tan hondo la muerte de Andrea en 1986 que se convirtió en mi tema pendiente. Haber elegido estos tres casos en particular responde, si se quiere, a una excusa más poética que sociológica. Trasladé mi experiencia con el asesinato de Andrea a sus otras dos compañeras de desgracia. En todo caso, estas chicas son una muestra de algo que me moviliza desde siempre. Que tiene que ver con la muerte y con la impunidad.
Las primeras 48 son decisivas. Luego ocurre una pausa seguida de una pendiente. La cantidad de pistas y la intensidad de la búsqueda corren cuesta abajo hacia un limbo que puede durar dos, tres, cuatro, infinitas cifras dependiendo de la unidad de medida. Los tiempos de la justicia, de cualquier manera, pertenecen a la víctima sólo parcialmente. La otra mitad, la porción impuesta por el vínculo, es un duelo que los más íntimos realizan en la sala de espera de las comisarías o los tribunales. Cuando también expiran las certezas, una vez que las pruebas han caído en desuso, la experiencia es solitaria. Los que no tienen alternativa esperan por respuestas: una promesa de relojes.
Fuente: HDC
(La Nota digital)















