Miguel Ángel Rodríguez es oriundo de La Paz. Publicó el libro Ombú, paraje entrerriano (Editorial La Hendija, 2013) relatos del pueblito ubicado en departamento La Paz, Entre Ríos.
LA PLAZA *
Juan, el diarero era un segmento más de la plaza. Desde hacía treinta años su verde kiosco de lata se acodaba en la nada de una esquina de ella. El kiosco estaba solo y se sostenía por sí mismo. Juan era tan petiso que algunos enemigos para defenéstralo aseguraban no saber si tenía olor a pata o mal aliento. Siempre estaba bien informado. Revistas y diarios de todos los tenores exhibía. Era uno de los pocos lugares que en pueblo se encontraban cancioneros de tango o folklore. Es que soñaba con cantar. Soñaba; la realidad, en cada peña en que se prendía, lo despertaba de un cachetazo.
Además se entreveraba Porota que no dejaba títere con cabeza, en su decir siempre alguno caía – lo viste al Carlos como le arrastra el ala a la Paulita, de Don Mateo – le dijo a Vicenta que mucha pelota no le dio. Andaba buscando compañía para ir a la novena de San Expedito. Insistió entonces -y al Andrés, el jardinero, en cualquier momento lo convierten en abuelo-.
Pasaba por allí Marta, cuarentona, polentona, calentona. Divorciada ella, queriendo reverdecer laureles se sacudía la ropa de calor y otras urgencias. Por el Miguel, nuevo jardinero, llegado para colaborar con Andrés, que en musculosa destripaba la tierra del cantero central, cercano a altivos árboles vestidos todos esmeralda. Ese que tenía el nombre del pueblo, San Patricio Sur, confeccionado en piedras blancas.
A todo esto María Clara, la esposa de Gustavo, ex boxeador al cual lo retiraron de una piña tempranera a poco de comenzar su carrera, como costumbre, rezongaba por todo. Los pozos de la calle, el costo de la luz, el agua que en su barrio cercano a la plaza cada vez era de menor potencia, que el gobierno a su entender seguía dando jubilaciones a gente que nunca había trabajado. Y a ella le costó tanto sacrificio y años viajar a la fábrica de ropas, para percibir la mínima como aquellos.
Aquella era la zona de las putas. Se acomodaban en la vereda ayudada por balcones del Instituto Santa Rosa, que algún gobierno provincial había erigido extrañamente en una esquina de la Plaza. A eso de las seis de la tarde se juntaban a ofrecer la mercancía. Eran bastante veteranas a excepción de la Anacleta (era su nombre de guerra); que cuando entraba en confianza solo quería que la llamaran Cleta. Era la que todos querían voltear. Bueno, casi todos, algunos no conseguían número.
Como hija de una de las primeras, no hacia problemas si por allí se acercaba La Manuela, traba reconocido, pintarrajeado; perdón, pintada en demasía y con una mini extravagante. En una redada que la Policía había realizado (para disimular) hace algún tiempo, tiro sus tacones a la miércoles y en pata disparó por la calle en contramano. Los agentes, de la risa, no lo pudieron alcanzar. Tampoco realizaron esfuerzo alguno.
También es de recordar la noche en que Horacio discutió fuertemente con Luisita y en un ataque de in sanía (locura dijeron muchos, brote sicótico opinaron otros y los más rápidos solo acotaron que era un H. de P.) le descerrajó un balazo. En su crispada mano el 32 tembló, y solo rozo la cabeza de ella, que cayó pesadamente al suelo, inconsciente. La dejo tirada allí y acto seguido en su auto emprendió veloz corrida, y rompiendo las barandas del puente se precipitó al arroyo El correntoso, perdiéndose en la negra boca anochecida.
Para aquellos días primaverales de Septiembre del 10, las flores con esa fuerza joven bullían en ramilletes multicolores, mientras la panza de Sandrita de apenas diecisiete años también pugnaba en alza. Andrés su padre, que tanto se había enojado, le había recriminado amargamente el olvido de los cuidados que su mamá Marta tanto le reiteró en diversas oportunidades. Además él también le había advertido que Claudio La mona Esquivel era un atorrante y que, como sucedió, se borraría. Que solo se acercó para deshojarla.
Cuando el llanto de ella le empezaba a doler, levantaba el pié del acelerador y se alejaba refunfuñando.
El sol primaveral, los trinos alborotados, las flores lujuriosas, le recordaron su añejo oficio de jardinero municipal. Llevaba veintitrés en la plaza. Desde los dieciocho. Levantó su cara al cielo. De la regadera vertió agua para lavarse las manos teñidas con esa bendita fina tierra negra generosa, y expreso para sí mismo, convencido.
¡Se van todos al carajo!, la vecina chusma, el curioso del diarero, el resentido del Gustavo, el pedante del bancario. Es MI PRIMER NIETO, lo voy a recibir con alegría, donde comen tres comen cuatro, y Que Dios nos bendiga.
Ahora tomó agua en sus manos y se la llevó al rostro; solo para amenguar las lágrimas.
FIN
* Fragmento del cuento «La Plaza», que forma parte de un libro inédito.
(La Nota digital)














