Yo solo quería salir en la tele

L. Carrasco

Desde chiquito, cuenta mi mamá, yo decía que quería salir en la tele. Lo dice con una sonrisa. Una sonrisa maternal. Hay sonrisas distintas, no todas las sonrisas se parecen. Y todos sabemos de qué clase de sonrisas hablamos cuando decimos, ponele, «le disparó dos tiros al pecho, se acercó cuando el otro, sangrando, se cayó al asfalto. Lo miró, sonrió y lo remató con un tiro en la frente». Imaginamos esa sonrisa como una sonrisa de gánster, de alguna película que nos haya gustado. Distinto es cuando decís «sonrisa maternal». Uno se acuerda de su madre. La siente real, inmediata. La siente como se sienten de verdad las cosas: con culpa.

Es raro cómo las palabras te hacen acordar a cosas. Por ejemplo, ahora, mi mamá, al decirme que desde chiquito yo decía que quería salir en la tele, me hizo acordar a un programa que daban y eran unos ninjas anaranjados, que eran los malos, y eran, creo, extraterrestres, querían conquistar el mundo. Los buenos eran policías y militares. Que al final salvaban el mundo. También estaban los jugadores de River. La mejor delantera que yo haya visto. Mi papá siempre me discutía, que la mejor delantera que tuvo River fue con Francéscoli y Alzamendi, pero mi abuelo le decía que se equivocaba. Y hablaba de La Máquina, con Pedernera, Labruna, Amadeo Carrizo. Yo ni sabía quiénes eran, pero me acuerdo los nombres porque siempre discutíamos. Para mí, mejor que Crespo y Ortega, nunca hubo mejores en River. Y con Gallardo en el equipo.

Mi mamá se sabe de memoria los nombres. Pero nunca le gustó el fútbol, me vuelve a repetir, mientras me ceba mates, con unas tortas fritas que me trajo.  Mi vieja hace las mejores tortas fritas que haya probado. Bah, tampoco he probado muchas.  Una vez nos dieron chocolate caliente y tortas fritas gratis en un desfile de militares. Estábamos mirando, parados en la vereda, detrás de un cordón. Éramos chiquitos. Pasaron unos tanques, que no me parecieron gran cosa. Los tanques que pasaban en la tele eran tanques mucho más potentes. Más rápidos. Además, generaban explosiones. Andá a saber si esos del desfile eran tanques de verdad o eran autos disfrazados de tanques. Pero me gustó la banda de música de la policía. Los tipos tenían los uniformes impecables y tocaban mientras caminaban. Eran canciones que cantábamos en la escuela primaria, creo. Una vez hicimos acá tortas fritas, pero al final no pude comer ninguna. No me dejaron. Igual, no me importó. Sabía que mi vieja me iba a traer, como todos los miércoles, tortas fritas. Las mejores del mundo.

Dice que papá también era fanático del Beto Alonso, que jugó con Francéscoli y Alzamendi en una etapa. Y que su papá, mi abuelo, también hablaba como loco de Renato Cesarini y Félix Loustau. Yo de ellos no me acordaba. Pero sí había un póster de Francescoli, que mi hermanita lo rompió sin querer, porque estaba dormida. Y ya estaba crecida. Tenía como seis o siete años ya, así que la mandé a que duerma en la cucheta de arriba. Dormida, arañó el poster de Francescoli y mi viejo se enojó tanto que me echó la culpa a mí.

-Pero vos no le dijste que había sido tu hermana- me recuerda mi mamá, con orgullo.

No. No le dije que había sido ella. Así que me castigó a mí. Mi abuelo se reía, burlándose de Francescoli, que, según decía, no era ni argentino. Que era chileno.

-No, uruguayo

-Es lo mismo, mamá. No era argentino.

-Alzamendi tampoco.

-¿También era chileno?

-No, también era uruguayo.

-Es lo mismo, no eran argentinos.

-Eran como Messi, que es argentino pero juega en otro país, hijo.

Es cierto. Ahora que lo pienso. No sé por qué si Messi juega en otro país lo dejan jugar en los mundiales para Argentina.

-¿Cómo jugó Argentina, mamá?

-¿No los dejaron ver el Mundial?

-No, hubo una requisa. Mataron a un interno.

-Ah.

-No pasa nada mamá, a mí me dejan tranquilo.

-Te traje jabón y una toalla nueva, es la que usaba yo así que está un poco vieja, pero si la lavás y la dejás al sol, las toallas duran para siempre.

-Gracias, má.

El póster de Francescoli quedó rasguñado a la mitad. Y se cayó de la pared. Cuando mi viejo se levantó y vio el póster roto, le pegó una patada en el culo a mi hermana y la asotó contra la puerta. Se le rompió el delantal. No pudo ir a la escuela. Iba a fajarla más, seguro. Porque sacó el rebenque. Ahí le dije que había sido yo.

-¿El próximo partido de Argentina se los van a dejar ver por la televisión?

-No sé, má. Porque los guardias tienen la tele, se juntan a comer asados. Nosotros intuimos el resultado porque si gana Argentina empiezan con tiros al aire, festejando. Y nos dejan estar más tiempo en el recreo. Sino, si Argentina pierde, nos mandan al pabellón y cierran, a las puteadas.

-Ah.

-¿Hay alguno de River en la Selección?

-Te averiguo, la verdad que no sé. Pero tengo una vecina nueva, que tiene televisor, le voy a preguntar.

El televisor nuestro se rompió ese día. El día del póster. Cuando mi papá me empezó a dar con el rebenque. Yo me caí y con el codo rompí el televisor. Mi abuelo, que recién se despertaba, se enfureció y me tiró con la caja de vino que tenía al lado del colchón. Me manchó todo el cuerpo, parecía una de esas películas de terror. Como era vino tinto con gaseosa parecía sangre. Mi papá se enfureció, pensando que yo estaba todo ensangrentado, pero era vino. Y le dio un rebencazo a mi mamá por no avisarle que me estaba pegando muy fuerte, y mi vieja después del latigazo se tapó los ojos y no lloraba, mi vieja nunca lloró. Pero se tapaba, fuerte, muy fuerte, los ojos. Entre los dedos, le empezó a chorrear sangre. De los ojos. El latigazo. Desde ese día quedó ciega.

No me gusta acordarme de ese día. Porque hice algo muy malo. Que mi mamá nunca me va a perdonar.

-Si tu abuelo no hubiera guardado ese fusil que se robó de la colimba, nada de esto hubiera pasado…

Mi abuelo pasó cuarenta años planificando la muerte de un instructor del Servicio Militar. Nunca quiso vender el FAL que se había robado, esperando el momento de cobrarse venganza por lo que le habían hecho. Nunca tiró un tiro cuando salió de la colimba. Nunca quiso vender las municiones, ni siquiera.  Comíamos guisos de arroz con los huesos que nos regalaba un viejo carnicero del barrio a cambio de estar un rato con mi hermanita, pero aunque estemos cagados de hambre y la yerba secada al sol ya no diera ni mate cocido, el abuelo se negaba a vender el fusil.

-No hablemos de lo que pasó, má. El miércoles que viene contame si hay algún jugador de River en el Mundial

-Le voy a preguntar a la vecina nueva.

-Gracias, Má.

Mi vieja tiene que caminar 20 cuadras de calles de tierra, tomar un colectivo, bajar en el centro, tomar otro colectivo y caminar cinco cuadras. Viene todos los miércoles. Me trae un poco de yerba y tortas fritas para toda la semana. A veces vendo alguna torta frita a cambio de un poco de arroz, para ir variando. A todos les gustan las tortas fritas de mi vieja. Hasta me las quieren robar. Tengo que ponerlas debajo de la almohada que me hice con una bolsa y pasto, que a medida que se va marchitando, voy cambiando por pasto nuevo. De paso, corto el pasto. Con tijeras de jardinero, que me enseñaron a usar acá. Me las dejan tener -solo durante la jornada laboral- por mi buena conducta. Nunca me encontraron una faca ni me metí en ninguna pelea. Los guardias me ponen Buena Conducta. Estoy terminando la escuela primaria en el penal. Hay una biblioteca. Estoy empezando a leer libros. Ya voy por el tercero. Los he leído enteros.

Tengo guardado el póster roto de Francescoli. No sé por qué lo guardo. Pero lo guardo.

Ya ni me acuerdo cuántos años hace que vivo acá.

Con su bastón -un palo de escoba pintado de blanco- mi vieja, se va, rengueando. Está anocheciendo y los guardias van echando a las visitas. A mí me dejan quedarme un rato, contra las rejas, a mirar. Mi vieja se va caminando, tanteando el suelo, rengueando, con el mismo vestido, siempre limpio, aunque cada vez con más costuras.

Sé que está triste.

Nunca me va a perdonar lo que hice.

¿Pero qué alternativa tenía? Mi vieja quedó ciega después del rebencazo.

Pasaron varios días, mi vieja seguía igual. Ciega.

¿Cuánto iba a sufrir mi hermanita, al quedarse sola con una mamá vieja, renga y ciega?

Así que cuando agarré el fusil y le disparé al pecho a mi viejo, mi abuelo se despertó, me miró, supo lo que haría con él. Solamente me miró. No gritó cuando recibió el tiro en la frente. Mi mamá lloraba. Sabía que a ella no iba a hacerle nada. Pero nunca me va a perdonar que me haya dado vuelta y le haya pegado un tiro a mi hermanita. Ese día ella cumplía 8 años.

Ese día, ya de noche en el penal, salí en la tele.

Nunca más volví a salir en la tele en estos 20 años.

Mi vieja no pudo verme la vez que salí en la tele. Con mi mejor remera. Ya era ciega.

 

(La Nota digital)

 

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