Tardecita en Villa Cariño

N. Loza


Era una tarde de primavera y hacía calor. Habíamos estacionado al frente de la capilla de Villa Cariño. Se podía escuchar el sermón del cura desde nuestro lugar. Nos sentamos en unos escalones y mirábamos el río que, con el sol del atardecer, parecía una pintura impresionista.


—Cuando Jesús salió de allí, los maestros de la ley y los fariseos se enojaron mucho, y comenzaron a molestarlo con muchas preguntas, tendiéndole trampas para atraparlo en sus propias palabras. Palabra del Señor— cerraba el cura el Evangelio.


—Gloria a ti, Señor Jesús—respondían los fieles. Encendimos un cigarrillo a medias.


—Seguro ya volvieron—dijo mi acompañante.


—Esperemos un rato más y nos aseguramos—le dije. Asintió con la cabeza, mientras contemplaba un mural de Pablo de Tarso que estaba en la esquina.


El sol caía y el impresionismo de la tarde se iba hacia un tinte romántico, un poco más oscuro, más bien, un romanticismo popular. El hábitat no parecía demasiado amigable una vez entrada la noche. La casa tenía en la entrada una bandera roja con la estampa del “Gauchito Antonio Gil”. Resolvimos lo nuestro y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. En un puente, vimos un kiosco y paramos la marcha a unos metros.


—Comprá puchos— le dije a mi acompañante.


De nuevo en el auto, pusimos una FM de Rock Nacional. Nos dirigíamos hacia el este. Desde allí se podían ver las luces de los edificios más paquetes de la capital. Ya era de noche. Íbamos en silencio. Nunca lo hablamos, pero creo que ambos, mi acompañante y yo, tuvimos la sensación de que Dios estuvo un rato con nosotros esa tardecita de octubre en Villa Cariño.