N. Loza
En el invierno había muerto mamá. Fue mientras estábamos con Natalia en Mendoza. Fue sorpresivo, inesperado. Ella se encontraba bien y habíamos hablado por teléfono la noche anterior. Los médicos dijeron que fue una “muerte súbita”. Apenas nos enteramos de la noticia, emprendimos el regreso.
A medida que pasaban los días la extrañaba más. Todos los recuerdos me hacían entrar en una profunda nostalgia. Principalmente, los de la infancia: las tardes en el parque, los paseos por la costa, los días en el campo.
La mañana del día que murió, estábamos con Natalia en una de las bodegas y al salir, creo que se lo dije, tuve una sensación extraña, mientras una brisa nos acariciaba la cara y el sol cuyano nos daba de frente. Esa sensación me acompañó durante todo el día.
Los días fueron pasando vacíos, sin sentido. Natalia me acompañaba en todo momento, me preguntaba si me sentía bien y me animaba en los ratos que me quedaba reflexivo. Por las tardes salíamos a caminar y tomábamos mates en la orilla del río.
Un domingo por la mañana me desperté temprano, me duché, preparé el desayuno y le dije a Natalia de salir a caminar unos minutos más tarde. Ya no tenía esa sensación de falta de sentido, de vacío, de tristeza. Nos fuimos hasta las barrancas desde donde se puede ver el Paraná imponente, majestuoso. Estuvimos charlando un largo rato y decidimos intentar de nuevo ser padres. Permanecimos en silencio, hasta que se levantó un viento suave.
—Es la misma brisa— le dije a Nati, algo sorprendido.
Ella se acercó, me tomó de la mano y nos besamos.
