N. Loza
El Chesterton Beer Pub estaba en la peatonal y funcionaba como lugar de reunión los jueves por la noche durante la cuarentena. Yo era invitado por Martín, mi amigo, que era el hijo del intendente y que tenía un cargo alto en “la muni”. Por ese entonces, Martín decía que lo del encierro era “para la gilada”, que él y los concurrentes al bar eran funcionarios y, por lo tanto, esenciales para que la sociedad marche bien. A mí me parecía un argumento potente, no lo discutía, al menos, desde las ideas.
Me acuerdo que teníamos que entrar por una puerta trasera que daba a un pasillo oscuro, que te encaminaba a unas escaleras por las que se bajaba al sótano. Las luces eran negras y no se veía casi nada. En el subsuelo sí, con un poco más de luz, podías distinguir algunos rostros si eran conocidos. La invitación me había llegado por la tarde, como todos los jueves desde que se había implantado la cuarentena. Tenía que ir solo por el tema de los “controles”. Yo me había quedado sin laburo por el cierre de los comercios y me las arreglaba por las tardes cadeteando para PedidosYa, así que las noches, las tenía disponible y más si sabía que iba a tomar y comer gratis.
Van a venir unas minas de Concordia—decía el audio de Martín. No es de lo mejor…pero la cosa está complicada para andar saliendo por ahí y que te metan una infracción o te pesqués la peste. Vos me entendés…—cerraba.
— Ok. Allí estaré. Gracias, che — le respondí, al instante que escuché el audio.
Esa noche llegué pasada las 22:00 hs porque me había puesto a arreglarme un poco. Como las peluquerías estaban cerradas, mi barba y mis pelos eran un desastre. En la calle, en las entregas, podía disimular un poco con el barbijo y los anteojos de sol puestos, pero esa noche, si quería tener alguna chance con el plantel femenino, tenía que ir más o menos, como se dice, “como la gente”.
—Pasa, pasa, flaco, te están esperando —un mono en la puerta. El tipo era del tamaño de un ropero y se llamaba Rubén. Era el custodio de Martín, mi amigo.
—Ok. Gracias, muy amable —le dije. Caminé tranquilo por el pasillo, bajé por las escaleras. Ya había estado allí. Conocía el camino.
Ya en el subsuelo, saludé a los que estaban ahí con total normalidad. Lo de los protocolos, la distancia social, el encierro y todo lo que decía la maquinaria propagandística, verdaderamente parecía ser “para la gilada” o, al menos, para los considerados “no esenciales”.
— ¿Qué querés tomar? Ya nos van a traer las pizzas —me dijo Juan, un conocido militante de la izquierda de la capital que siempre usaba remera roja y unos anteojitos a lo Trotsky.
—Una Amber Lager, gracias —le precisé.
—Una Amber Lager para acá —pidió señalando donde yo estaba.
—Te lo dejo encargado, mirá que es uno de los mejores amigos de Martín—le dijo Juan a la chica que estaba sentada a mi derecha.
— ¡¿Ah sí?! Respondió ella. Dejalo acá conmigo, acá va a estar bien. Quedate tranquilo dijo la chica que tenía un flequillo corto y recto. Yo sonreí.
Ví que sobre la mesa tenía un par de libros viejos y me animé a bromear:
— ¿Había que venir con libros acá? Pensé que era un bar, no una biblioteca.
— Ja, ja, ja. No, solo que a estos libros los llevo a todos lados conmigo. Son libros de Simone de Beauvoir. ¿No la conoces? —me preguntó con muestra de sorpresa.
—Alguna vez la sentí nombrar, creo. Acá en alguna reunión —le dije. Poniendo una mentira para salir del paso. Yo no tenía ni la más pálida idea de quién era. Según averigüé hace un tiempo fue la pareja de un francés degenerado en los años cincuenta o algo así. Una especie de Ghislaine Maxwell.
Fue así que la noche avanzó en tragos y tragos. Sonó música de rock, comimos las pizzas y Martín dio un breve discurso político. Habló del éxito de las políticas de salud, de la economía, del trabajo, de los pobres y, al final, hubo aplausos de los presentes. Las pizzas habían estado ricas, así que aplaudí con ganas. Al instante, todos se esfumaron.
Yo me había quedado con la piba en un rinconcito del bar charlando y fumando cuando apareció Rubén, el mono:
—Chicos, se van a tener que ir. Vamos a endurecer los controles —dijo en seco.
— Yo me tengo que ir con vos — dijo la chica de los libros de Beauvoir. Los que me trajeron ya se fueron porque no entraban más en el auto, llevaban uno de acá. Ellos me dijeron que iba a tener un lugar para quedarme unos días hasta que vuelvan —soltó de la forma más sincera y preocupada que pudo.
“Estos son unos verdaderos hijos de puta, pensé. Encima que me quedé sin laburo por sus cagadas, me meten una piba que ni conozco para mantener no sé hasta cuándo”. Por lo que me había contado esa noche la chica, no tenía un mango y tampoco sabía hacer demasiado más que hablar del patriarcado, la desigualdad social y los estereotipos de moda. La cosa se me iba a poner jodida.
— Ok —vamos antes de que se haga más tarde, le dije. No vaya a ser que encima, terminemos en cana.
Al salir del Chesterton, ya no quedaba nadie. De Martín, obvio, ni el humo. ¿Juan, el izquierdista?, bien, gracias.
Así fue como esa noche me fui con la chica de los libros de Beauvoir a mi casa. Fueron exactamente dos semanas. Las dos semanas más larga de mi vida. Me tocó dormir en el sofá y eso me ocasionaba un dolor enorme de espaldas. Yo le dejé mi cuarto a su disposición porque consideraba que debía ser cordial, al menos los primeros días. La piba no hacía más que fumar, dormir, salir al balcón, mirar la noche, entrar, fumar, salir al balcón. Yo llegaba muerto de las pedaleadas en el servicio de PedidosYa, me bañaba y me iba al sofá.
Había perdido la cuenta de los días cuando me dijo una tarde antes de irme a trabajar:
—Esta noche, me voy. Gracias por el aguante, che. Era jueves, volvía a haber joda en el Chesterton aunque la cuarentena aún seguí dura.
—Espero que te hayas sentido cómoda —le dije, no pudiendo disimular el compromiso de la frase.
—Sí, me sentí muy bien. Gracias de corazón. Me dijo la piba.
Apenas terminó sus palabras, me llegó un audio. No lo escuché hasta que despedí a la piba en la puerta de mi departamento.
— Nos vemos —saludé. Adentro del auto que la buscó iban algunos hombres y otras dos chicas.
Una vez en mi casa, escuché el audio:
—Esta noche va a haber una pequeña reunión para los íntimos. Quiero que estés. Voy a anunciar mi candidatura para las próximas elecciones. No me falles, vos ya sabes…
FIN
