N. Loza
“¿Has bailado alguna vez con el diablo a la luz de la luna…?”
(The Joker)
Esto que les voy a contar lo hago por mí, no por ustedes. Ya hace mucho tiempo que pesa en mi conciencia y no puedo vivir si no lo cuento. Mis analistas no lo pudieron o no lo quisieron entender, pero sé muy bien que no estoy loco, porque eso pasó y, aunque parezca extraño, irrepetible y único, en ese lugar pasa siempre, se los aseguro.
Fue el viernes 30 de octubre de 2020. Más precisamente cerca de la medianoche. Yo viajaba por la ruta 11 hacia el sur entrerriano. Hacia una media hora que había parado en una estación de servicio en las afueras de Paraná para comprar un agua tónica y un sándwich. La ruta estaba tranquila, silenciosa y la iluminaba una gran luna amarilla. La brisa era suave, agradable. Era una noche típica de primavera en el litoral.
Fue pasando el conocido “Puente de la Amistad”, a unos veinte kilómetros de la capital cuando a los costados del camino, empecé a sentir voces, cantos, cada vez más fuertes hasta que me encontré, de forma involuntaria, en la entrada de un camino de ripio. El auto se empezó a conducir solo, de forma automática .Yo estaba paralizado, atónito, desconcertado.
El auto avanzó unos kilómetros por el camino mientras la luna seguía iluminando la noche. Las voces eran cada vez más intensas, más cercanas aunque ininteligibles. El auto se detuvo en una colina y fue ahí donde vi el ritual, fue ahí donde estaban celebrando la misa. Aún lo tengo grabado en las retinas de mis ojos. Aún lo tengo grabado en mis oídos. Todavía puedo percibir de manera inexplicable esa sensación horrible.
Presencié cómo los brujos y las brujas se confesaban ante el demonio y se acusaban de haber entrado en una Iglesia, de haber oído una misa y de los males que habían podido hacer y no habían causado. Vi cómo ese humano con cabeza de chivo revestido con ornamentos negros, feos y sucios presidía la ceremonia. Un espectáculo maligno bajo la luz de la luna. Ellos estaban felices. Fui testigo de cómo, tras el sermón en el que el macho cabrío exhortaba a los brujos y brujas a hacer el mal, prometiéndoles a cambio el paraíso. Los «feligreses», uno por uno se acercaban a él, se arrodillaban besándole la mano izquierda, los pechos, los genitales y el ano.
Tengo que decirlo, sí. Lo vi alzar algo parecido a una suela de zapato donde estaba su figura. Lo escuché decir:
-Esto es mi cuerpo- y a continuación, elevó ese cáliz de madera, negro y feo, mientras los brujos lo adoraban arrodillados. Después, los brujos y brujas se acercaban al altar, que estaba cubierto con un viejo paño deslucido y comían y bebían lo que el oficiante había consagrado.
Ahí estaba yo, mirando cómo se desarrollaba el ritual negro. Ya se los dije. Tengo que contarlo por mí, no por ustedes o por algo en especial. Tengo que contarlo por mí, porque ya no aguanto más esta sensación. Ahí estuve, esa noche de octubre, esa noche de luna brillante, viendo cómo el demonio copulaba con las brujas, viendo cómo estas abortaban al instante y después, vi como el maligno sodomizaba a los brujos antes del comienzo de una gran orgía, en la que él era el protagonista. Cada vez llegaban más brujos y brujas desde la profundidad de las sobras de la noche para mezclarse sexualmente y aparearse unos con otros en total promiscuidad, sin consideraciones de sexo ni grados de parentesco.
Por eso les digo que sé muy bien que no estoy loco, porque eso pasó y, aunque parezca extraño, irrepetible y único, en ese lugar pasa siempre, se los aseguró y les doy un consejo, una advertencia y esto sí, ya no es por mí sino por ustedes: no vayan para el sur entrerriano en víspera de todos los muertos.
